El Reporte

Oye, Trump: los piratas del ‘Golfo de América’ cazan tiburones para el narco

10 Feb. 2025 8:42 pm

Los aparatos de inteligencia militar registran un crecimiento de células de narcopescadores. Sus capturas terminan en los banquetes de los capos. Ellos son los 5 piratas del cártel.

MATAMOROS | Óscar Balderas | La Burra y El Chivo son dos narcos con un trabajo peculiar. No son sicarios, jefes de plaza, operadores financieros ni tienen esa ocupación oscura que las autoridades denominan como “generadores de violencia”. Tampoco usan granadas, minas o drones explosivos. En lugar de maniobrar tanquetas artilladas con un blindaje que resiste hasta los fogonazos calibre 50, sus vehículos son lanchas de siete metros, picadas, a las que el agua se les va metiendo por orificios creados por la sal del mar. A pesar de todo, estos dos son cruciales para el funcionamiento del Cártel del Golfo.

Son pescadores: el primero, tamaulipeco de 53 años, y el segundo, veracruzano de 48. Y como la mayoría de quienes practican este oficio en Playa Bagdad, en las costas de Matamoros, Tamaulipas, su equipo es bastante elemental: unas barcas viejas, redes usadas y motores que han visto pasar sus mejores años. A simple vista son los típicos recolectores de carpa, trucha y jaiba, pero detrás de la fachada de dos humildes pescadores se esconde su verdadero oficio: cazadores de tiburones toro para el cártel más longevo de México, fundado por Juan Nepomuceno Guerra.

​Sus jefes directos son los hermanos Mayelo y Samorano Guerra Salinas, los encargados de los negocios ilícitos en Playa Bagdad. Juntos, estos cuatro criminales han comprendido que los delitos que un buen “jefe de plaza” comete en tierra firme se pueden llevar a cabo hasta el mar profundo, incluso con mayor impunidad.

El Departamento del Tesoro de Estados Unidos ha seguido la pista a esa célula criminal. No son los típicos criminales –dicen militares consultados–, sino una versión actual de los rufianes marítimos de los siglos XVI y XVII: La Burra y El Chivo cargan sus lanchas con armas de alto poder y municiones, y zarpan desde las costas mexicanas surcando las mismas rutas marítimas que memorizaron cuando aprendieron a traficar fentanilo y migrantes hasta las costas de Florida, Texas y Luisiana.

Una vez que están en aguas estadounidenses inician la pesca del tiburón toro, una de las especies más admiradas por los biólogos marinos por tener la mordida más fuerte entre las especies de tiburones, su particular adaptabilidad al agua dulce y la capacidad que tienen de formar “amistades” con otros escualos.

Las mafias del otro lado del mundo también tienen sus razones para estar cautivados por este animal: la piel de tiburón toro sirve para crear accesorios de lujo en las boutiques más exclusivas de Asia; el aceite de hígado es muy codiciado para la fabricación de exclusivos cosméticos que prometen retrasar el envejecimiento; y sus aletas son el ingrediente principal de la sopa de tiburón, considerada un manjar en China, donde está sólo disponible para los que poseen las carteras más abultadas.

Así que La Burra y El Chivo pescan casi siempre para esos clientes cuyos nombres no pueden ni pronunciar. En un día tranquilo, se llevarán decenas de tiburones toro atrapados en sus redes viejas; pero en un día con prisas –con el dedo en el gatillo, en caso de que deban ahuyentar a rivales y marinos– reducirán el peso de la lancha haciendo finning, una práctica cruel que implica cortar las aletas del tiburón y aventar el resto del cuerpo al océano, donde tendrán una muerte lenta y agonizante.

Una vez en la playa, los dos pescadores separan el tesoro saqueado del mar bajo la supervisión de los hermanos Mayelo y Samorano, quienes siguen al pie de la letra esa frase atribuida al pirata inglés Edward Teach Barbanegra que dice: “En un mundo donde todos roban, el verdadero delito es no compartir el botín”.

Así, la mayoría de lo capturado va para los socios del Cártel del Golfo en Asia; un tanto más para los restauranteros que tienen menús que sólo conocen sus clientes asiduos; y otro poco va para el jefe de los cuatro, Francisco Javier Sierra Angulo, El Borrado, el delegado regional del cártel en el nororiente de Tamaulipas, quien reparte los tiburones –según una fuente militar– como premios entre sus más leales subalternos.

“Los chinos consumen el tiburón porque es símbolo de estatus, de riqueza. Acá, los narcos lo devoran porque creen que las propiedades del animal se quedan en el cuerpo de quien lo come. Se lo echan a mordidas creyendo que les dará la fuerza de un tiburón y esa supuesta sed de sangre humana”, dice a DOMINGA un teniente con ironía en la voz.

Las autoridades mexicanas y estadounidenses hablan poco de los bucaneros que saquean el Golfo de México… o Golfo de América, según el presidente Donald Trump, quien con el renombre del mar hizo que ahora los “narcopiratas” del siglo XXI queden también en su cancha.

En el Golfo ha chapoteado sangre de piratas desde hace siglos
Esta es una historia breve del pirataje en México. Tan remota que hay que ir atrás unos cinco siglos, pero sus detalles siguen vigentes para entender al crimen organizado de hoy.

Los primeros avistamientos de asaltantes en el Golfo de México ocurrieron cerca de 1550, en el siglo XVI, según los registros del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Los pueblos indígenas llevaban medio siglo resistiendo la colonización española, cuando aparecieron los saqueadores de barcos: primero, eran de origen francés, y luego, se sumaron otros de familias inglesas y clanes neerlandeses.

Todos llegaron a las costas de Veracruz y Campeche atraídos por las historias de barcos que zarpaban de América cargados de oro, plata y especias, y que recalaban en los puertos de la monarquía española. Estaban celosos porque sólo una corona ejercía un monopolio comercial sobre tierras americanas y las rutas marítimas al Viejo Continente, así que robarles en altamar se volvió el recurso más potente para restarles poder.

A esos ladrones se les llamó piratas, acaso por la palabra griega ‘peirates’, que significa “intentar” o “probar suerte”. Luego pasó al latín como ‘pirata’ y se añadió “el que prueba suerte en los ataques al mar”. Y es que los robos siempre podían resultar extraordinarios o fatales; a veces se lograba un gran botín y, en otras ocasiones, decenas morían sin tocar una sola gema. Los piratas se distinguieron por no tener instrucción marina y depender de la suerte –el viento, el oleaje, la lluvia– porque eran hombres iletrados, pobres y errantes. Robaban por necesidad y con violencia extrema para ocultar sus limitaciones.

Una de las tripulaciones de piratas más célebres en el Golfo de México fue liderada por el francés François L’Olonnais, quien enseñó a los hombres bajo su mando a imitar su crueldad, como torturar a los prisioneros por varios días y arrancarles el corazón para luego morderlo, una práctica que permanece en varios cárteles.

También existieron los corsarios que, al igual que algunos capos actuales del crimen organizado, eran líderes de delincuentes y contaban con el apoyo de su gobierno. Usualmente eran marineros entrenados por algún ejército –como sucedió con los integrantes originales de Los Zetas– y contratados por imperios o coronas para un doble trabajo: causar pérdidas al rival comercial y arrebatar lo que los piratas ya habían robado.

Uno de los más famosos de aquellos años fue el inglés Francis Drake, quien despojó tanto a indígenas como españoles que la reina Isabel I lo nombró primer caballero y le dio trato de héroe, a pesar de su sadismo. Junto a su primo John Hawkins se volvió rico robando oro, plata y esclavos cerca del fuerte de San Juan de Ulúa.

El Golfo de México chapoteó sangre con la era dorada de los piratas y corsarios durante dos siglos más. Hasta que en siglo XVIII llegó el ocaso de esos criminales con los primeros reconocimientos de las coronas europeas a la independencia de sus colonias en América. Los corsarios perdieron el apoyo legal y económico de sus contratantes como parte de los acuerdos de paz entre monarquías; mientras que los piratas, por su inexperiencia, tuvieron que enfrentarse con cada vez más frecuencia contra marinos altamente adiestrados, lo que aceleró su desaparición.

Las aguas volvieron a la quietud, pero no para siempre. El desarrollo de embarcaciones cada vez más fuertes, grandes y rápidas hará que para finales del siglo XX y ahora XXI, los piratas modernos vuelvan al mar. Ya no en carabelas y galeones, sino en lanchas con motores poderosos. Tampoco con mosquetes o falconetes, sino con rifles de alto poder y ametralladoras automáticas. No matarán por metales preciosos, sino por otro de tipo de oro, uno negro y que borbotea. El petróleo se volvió el objeto del deseo. Sobre todo, los “narcopiratas” descubrieron que el Golfo también podía guardar sus secretos de tráfico de drogas, migrantes y recursos naturales, como los tiburones.

En el Golfo se pescaban desgracias cubiertas de chapopote
El 20 de abril de 2010, una serie de explosiones en la plataforma Deepwater Horizon provocó el derramamiento de petróleo más grande en la Historia: 779 mil toneladas de crudo se filtraron en el Golfo de México. El entonces presidente Barack Obama comparó el daño con los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. Tras el derrame, miles de cadáveres de tortugas, delfines y aves marinas aparecieron flotando en este mar que comparten Estados Unidos, México y Cuba. Para especies en riesgo como el manatí, el hundimiento del Deepwater significó un empuje hacia la extinción.

La prensa internacional se enfocó en el desastre ambiental que implicaba la “marea negra” en estados de la Unión Americana como Luisiana, Misisipí y Alabama, pero poca atención pusieron a las consecuencias que pagarían los humildes pescadores camaroneros o de ostiones en México, cuyo sustento estaba arruinado. Del mar sólo pescaban desgracias cubiertas en chapopote.

Por aquellos días de abril una noticia llegó a las agencias internacionales: piratas somalíes habían arrebatado un tanque con crudo a la empresa surcoreana Samho Shipping. Los criminales secuestraron el barco mientras se dirigía a Estados Unidos desde Irak y lograron revenderlo a una empresa petrolera no revelada con sede en el Golfo de México. El monto del rescate se ha mantenido en secreto, pero los expertos en energía creen que el valor de la cargaba rondaba los 170 millones de dólares.

Tal vez, ambos fenómenos crearon una tormenta perfecta. Tal vez no. Pero la coincidencia es fascinante: los pescadores de Tamaulipas se quedaron sin trabajo al mismo tiempo que crecían las noticias de piratajes millonarios atacando a la industria que les negaba llevar comida a sus familias. Y un ingrediente se añadió a la tempestad: el Cártel del Golfo buscaba en Matamoros cómo ampliar su base social para llevar sus delitos al mar y recaudar más dinero en la guerra que sostenía contra el Cártel de Sinaloa y sus exguardaespaldas Los Zetas.

Dos años más tarde, en 2012, la Secretaría de Marina registró el primer ataque de modernos piratas mexicanos en el Golfo de México: un robo modesto a personal de Petróleos Mexicanos en plataformas marítimas relocalizables en Tampico. El asalto fue breve y no dejó muertos, pero las armas llamaron la atención de los fiscales: el comando portaba rifles AR-15 y AK-47. La señal de la mafia. Eran indicios de que los pescadores ya estaban trabajando para el cártel local.

El reporte quedó enterrado convenientemente por las autoridades, de acuerdo con el teniente desplegado en Tamaulipas. Había una razón de peso para ocultarlo: el presidente electo Enrique Peña Nieto había iniciado su cruzada para privatizar Petróleos Mexicanos y reconocer la existencia de crimen organizado en el Golfo de México haría muy difícil la venta de la paraestatal.

Hasta que un día, la tormenta cedió y la existencia de los narcopiratas fue tan clara como una mañana despejada en altamar.

La pesca furtiva da buenos dividendos a los “narcopiratas”
“Algo cambió en 2017”, escribió el periodista Kirk Semple del diario The New York Times sobre los narcopiratas. Las cifras de robos en el Golfo de México comenzaron a fluir con el ocaso del sexenio de Peña Nieto: ese año la Marina contó 19 asaltos exitosos o intentos de asalto en plataformas petroleras. En 2018 hubo 16 asaltos; en 2019, fueron 20; y hasta junio de 2020 ya se registraban 19. Cifras que, citando a expertos marítimos, eran subregistros. El mar también tiene 95% de delitos sin denunciar.

MILENIO publicó que de 2016 a 2018 los ataques piratas crecieron 310%. El modus operandi era el mismo: los ladrones llegan a las bases de las plataformas en grupos de lanchas con potentes motores y trepan las estructuras. Ya en la cubierta amedrentan al personal con armas de alto poder y roban lo que pueden: placas de aluminio, mallas perimetrales, equipo de perforación, luces de navegación, mangueras, trajes de buceo, botas, cascos, guantes y hasta barriles completos de petróleo. Todo es botín.

Incluso, el entonces presidente Andrés Manuel López Obrador reconoció un problema grave de pirataje en el Golfo de México, especialmente en Tamaulipas y Campeche, y apuró un programa con las Fuerzas Armadas para contener a los asaltantes. Para 2022, la estrategia parecía haber funcionado: los asaltos contra plataformas flotantes habían caído hasta un promedio de dos a cuatro anualmente.

Pero lo que esas cifras oficiales ocultaban es que el narcopirata no se hundió ni se replegó a la costa, sino que zarpó a nuevas orillas. Conforme se volvió más complicado robar a las petroleras, los navegantes se diversificaron a otros delitos de menor complejidad y buenos dividendos, al fin y al cabo la parte más difícil que es surcar las violentas corrientes marítimas ya la tenían dominada: la pesca furtiva.

“Acostumbrados a robar a las petroleras de noche, en embarcaciones de grandes tamaños y con guardias privados armados hasta los dientes, la pesca furtiva les resultó un juego de niños. Igual que pasar droga y ‘pollos’ (migrantes) a Florida, Texas o Luisiana”, me cuenta el teniente en Tamaulipas.

Los aparatos de inteligencia militar de México y Estados Unidos han comenzado a identificar un crecimiento de células de “narcopescadores”. Por ejemplo, hay narcopiratas en el Golfo de México dedicados a entrar a aguas estadounidenses para pescar ilegalmente el huachinango aprovechando que ahí los cardúmenes son más abundantes; luego, etiquetan esos pescados como productos mexicanos con ayuda de empresas fachada del Cártel del Golfo y los exportan de regreso a Estados Unidos para cobrar en dólares.

“Esta actividad les hace ganar millones al año por cada lancha y también provoca la muerte de otras especies marinas que son atrapadas accidentalmente”, denunció el Departamento del Tesoro estadounidense mediante un comunicado de prensa del 26 de noviembre de 2024. En éste, La Burra, El Chivo, Mayelo, Samorano y El Borrado quedaron integrados a la lista negra de la Oficina de Control de Bienes Extranjeros de Estados Unidos que los cataloga como peligrosos criminales y, probablemente en un futuro cercano, terroristas a los que hay que cazar.

El cerco sobre esos cinco pareció estrecharse aún más hace unos días: el 4 de febrero, luego de la llamada entre la presidenta Claudia Sheinbaum y Donald Trump –para evitar una guerra arancelaria–, el gobierno de México reveló a dónde mandaría los 10 mil integrantes de la Guardia Nacional que prometió desplegar en la frontera norte. Entre los 18 destinos había lugares esperados como Tijuana o Ciudad Juárez, pero uno resultó casi una extrañeza geográfica para los mexicanos. Los militares irán, por fin, a la recóndita Playa Bagdad, el centro de operaciones del tráfico del tiburón toro.

Por primera vez, los “narcopiratas” navegan un mismo mar, pero con dos nombres: su plaza ahora se llama el Golfo de México o el Golfo de América, la señal de que se les han juntado los enemigos.

Una tromba les avecina y esta vez los vientos no soplan a su favor.
Fuente: Milenio

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