Bandera-mexicana
OPINION
Pablo Andrei Zamudio Díaz
México atraviesa una coyuntura que exige más inteligencia que consignas. La inseguridad, la corrupción y la falta de resultados efectivos en materia de justicia han vuelto a colocar sobre la mesa un tema que siempre incomoda: la cooperación internacional. Estados Unidos, una vez más, ha ofrecido su apoyo para fortalecer las capacidades institucionales del país y atender los desafíos que, por su propia naturaleza, rebasan las fronteras nacionales.
La respuesta del gobierno mexicano, sin embargo, ha sido la de siempre: “Nadie debe inmiscuirse en los asuntos que competen exclusivamente a nuestra soberanía nacional.” Una frase que suena firme, incluso patriótica, pero que al examinarse con cuidado revela más orgullo que razón.
¿Estamos realmente defendiendo la soberanía o estamos protegiendo un orgullo mal entendido que nos impide avanzar? La pregunta no es menor. Un nacionalismo vacío —ese que confunde independencia con negación— puede vulnerar y debilitar más a un país que cualquier cooperación extranjera.
Permitir que alguien nos apoye en nuestra casa no significa entregarle las llaves ni las decisiones sobre ella; significa, desde nuestra propia soberanía, permitirle el acceso para ayudarnos a mejorarla. Así también ocurre cuando otro país nos ofrece apoyo para mejorar la seguridad: no se trata de ceder soberanía, sino de ejercerla en su forma más plena. La libertad de decidir recibir ayuda es, precisamente, el acto más soberano de todos.
Aceptar ayuda no implica sometimiento, sino madurez política. La soberanía no se defiende cerrando puertas, sino ejerciéndola con inteligencia. Rechazar apoyo por orgullo no es un acto de fuerza, sino de negación. Porque no hay nada más contradictorio que un país que se proclama soberano mientras se niega, por terquedad, a fortalecer las condiciones que garanticen su propia seguridad.
En la coyuntura actual, donde los problemas internos se entrelazan con fenómenos globales, resulta ingenuo creer que el aislamiento equivale a fortaleza. La soberanía no se conserva levantando muros, sino tomando decisiones estratégicas que refuercen nuestras capacidades sin renunciar a nuestra identidad. Negarse a toda colaboración —incluso bajo condiciones claras y controladas— no nos hace más libres; nos deja más vulnerables.
Un país que acepta ayuda en sus propios términos no pierde su independencia: la reafirma. Quien decide abrir la puerta ejerce su soberanía; quien la cierra por miedo o vanidad la reduce a un símbolo vacío.
México necesita una soberanía lúcida, no un orgullo que confunda dignidad con aislamiento. La verdadera independencia no se grita: se ejerce con inteligencia, humildad y responsabilidad.
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