Cuando el diálogo sorprende: la lección Trump–Mamdani que México aún no se atreve a mirar
Pablo Andrei Zamudio Díaz
La política contemporánea ha normalizado la idea de que la discrepancia equivale a ruptura. Pareciera que pensar distinto implica pertenecer a bandos enfrentados, incapaces no solo de dialogar, sino incluso de reconocerse como interlocutores legítimos. Por eso, la imagen del presidente Donald Trump y el alcalde electo de Nueva York, Zohran Mamdani, conversando en la Oficina Oval produjo un desconcierto silencioso que merece analizarse con detenimiento.
No era una escena previsible. Trump había descalificado reiteradamente a Mamdani, y Mamdani había descrito al presidente con términos que difícilmente admiten reconciliación. Sin embargo, se reunieron. No para representarse mutuamente en una puesta en escena, sino para discutir asuntos de importancia social: vivienda, asequibilidad, servicios públicos y seguridad urbana. Temas que no distinguen ideologías porque tocan lo más elemental de la vida de cualquier persona.
Lo importante no es la cordialidad ocasional. Es el recordatorio que deja esa escena. Las sociedades pueden reencontrarse incluso donde la política insiste en fracturarlas. El diálogo entre quienes discrepan profundamente no es ingenuidad, es responsabilidad pública. Y es también una expresión de madurez democrática que, lejos de ser regla, se ha vuelto extraordinaria, tristemente.
Este encuentro nos devuelve a una verdad sencilla: lo que compartimos siempre será más amplio que lo que nos divide. Las necesidades humanas, como un hogar digno, seguridad, servicios básicos y la aspiración a una vida plena, no pertenecen a ningún partido. Son territorio común, siempre disponible para cualquier voluntad política dispuesta a construir en lugar de destruir.
La democracia no exige unanimidad ni renuncia a las convicciones. Exige algo más difícil: la capacidad de coexistir con el desacuerdo sin dejar de trabajar sobre las coincidencias esenciales. Esa es la diferencia entre una sociedad que sobrevive y una que se rompe.
Por eso importa el encuentro entre Trump y Mamdani. No porque ese solo encuentro vaya a resolver tensiones profundas, sino porque demuestra que la cooperación no invalida la diferencia. Revela, incluso, que el adversario no es un enemigo, sino alguien con quien, queramos o no, compartimos destino, ciudad, país y futuro.
México: el espejo que evita mirarse
En este punto surge la pregunta inevitable, casi dolorosa: ¿cuándo veremos un gesto similar en México?
Nuestro país transita una etapa política en la que el agravio se ha vuelto método, la confrontación identidad y la descalificación rutina. Aquí, la disposición a sentarse con el otro, con el distinto, con el adversario, suele interpretarse como debilidad o traición. La política mexicana ha hecho del antagonismo su zona de confort, del insulto, su gramática y de la polarización, su combustible.
Pero México no puede permitirse ese espejismo.
No frente a los niveles de desigualdad, violencia y deterioro institucional y social.
No ante la urgencia que exige acuerdos básicos para sostener la vida cotidiana.
No frente a un país que necesita puentes más que trincheras.
La pregunta no es si somos capaces de dialogar, sino cuándo decidiremos hacerlo. ¿Cuándo presenciaremos una reunión entre figuras que se han descalificado durante años, pero que entienden que el bienestar común pesa más que la vanidad partidista? ¿Cuándo veremos a dos polos ideológicos radicalmente distintos hablar no para ganar un punto mediático, sino para resolver algo que de verdad modifica la vida de las personas? ¿Cuándo dejaremos de confundir convicción con confrontación permanente y entenderemos que ninguna fuerza política puede enfrentar sola los desafíos de un país como México?
Un gesto así no cambiaría la realidad de la noche a la mañana, desde luego. Pero enviaría una señal contundente: la política mexicana aún puede recordar para qué existe. Para mejorar la vida de las personas, no para degradar al adversario.
Si en Estados Unidos dos antagonistas pudieron encontrarse sin renunciar a sus diferencias, ¿qué impide que México haga lo mismo? ¿Miedo? ¿Cálculo? ¿Arrogancia? ¿O la simple resistencia a asumir que lo que necesita este país exige algo más que victorias simbólicas o de momento?
En una auténtica democracia, en cualquier democracia, lo que une a una sociedad siempre será más grande que lo que la divide. El desafío para México es decidir cuándo dejar de evitar esta obviedad y finalmente empezar a vivir conforme a ella. Yo me sumo a construir puentes que nos lleven a ese encuentro, ¿y tú?
