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OPINIÓN
Miriam Suárez Padilla

Cada 25 de noviembre, el calendario nos recuerda una verdad que no debería necesitar recordatorios: la violencia contra las mujeres sigue siendo una herida abierta que atraviesa hogares, instituciones, calles y conciencias. Pero mientras la fecha marca un punto de visibilidad global, la realidad es que esta lucha no puede sostenerse únicamente con un día de reflexión. Exige constancia, coherencia y una convicción social que no decaiga con el paso de las horas ni de los días.

Hablar de violencia contra las mujeres implica reconocer un problema estructural que ha sido normalizado durante generaciones. Violencia física, emocional, sexual, económica o digital: todas distintas en forma, pero idénticas en su raíz. Todas nacen de un mismo origen cultural que ha permitido que la desigualdad se reproduzca en silencio, en privado, en público, en lo explícito y en lo implícito. Todas lastiman. Todas matan.

Después de más de 25 años de carrera en el Poder Judicial de la Federación, trabajando en juzgados de distrito, tribunales colegiados y la Suprema Corte de Justicia de la Nación, he podido constatar desde dentro de las instituciones algo que no deja de ser preocupante: las leyes existen, pero la realidad no necesariamente las sigue. Las normas están ahí, pero los obstáculos que enfrentan las mujeres para acceder a una justicia pronta, completa y con perspectiva de género siguen siendo enormes. Lo viví también como candidata a magistrada de circuito en las pasadas elecciones del Poder Judicial: la convicción técnica no basta si el entorno social aún no entiende la urgencia del cambio.

Y es que no se trata únicamente de exigir políticas públicas —aunque sean indispensables—, sino de cuestionar los cimientos culturales que sostienen la violencia. ¿De qué sirve un protocolo si la sociedad sigue culpando a las víctimas? ¿De qué sirve la capacitación si quienes toman decisiones no creen en ella? ¿De qué sirve la ley si la familia, la escuela, la empresa o la calle siguen replicando los prejuicios que la alimentan?

Por eso el 25 de noviembre no puede ser una celebración. Debe ser una incomodidad. Una ruptura. Un espejo. Debe recordarnos que no basta con vestir de naranja, publicar una frase o compartir una estadística. Debe impulsarnos a repensar nuestros silencios, nuestras omisiones y nuestras complicidades. A reformular lo que somos hoy para construir un mañana donde la dignidad de las mujeres no sea un ideal, sino una certeza.

La verdadera transformación ocurre en la suma de actos cotidianos: en creerle a una mujer cuando habla, en no minimizar los signos de violencia, en exigir que las instituciones actúen, en educar en igualdad, en no permitir discursos que degradan o deshumanizan. Y, sobre todo, en rechazar la indiferencia, que siempre ha sido la aliada más peligrosa de la violencia.

No se trata de aspirar a un mundo perfecto, sino a uno justo. Y la justicia no es una aspiración romántica: es un deber ético y colectivo. La violencia contra las mujeres no disminuirá por inercia. Se reducirá cuando todas y todos entendamos que la dignidad femenina no admite negociaciones, tiempos parciales ni excepciones.

Si algo nos debe enseñar este día es que la lucha no empieza ni termina el 25 de noviembre. Empieza cada mañana y termina cada vez que una mujer puede vivir, hablar, caminar, decidir y existir sin miedo. Ahí sí, y solo ahí, podremos decir que la reflexión valió la pena.


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