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OPINIÓN
PABLO ANDREI ZAMUDIO


El día de ayer, una persona sin ningún impedimento logró acercarse hasta la presidenta de la República y, frente a todos, tocarla de manera indebida. No es un hecho menor ni anecdótico. Es una escena que, por donde se le mire, resulta alarmante, degradante y simbólicamente devastadora.

Si se trató de un acto de agresión, lo ocurrido representa una de las mayores afrentas a la dignidad femenina y al respeto institucional. A ninguna mujer se le toca sin su consentimiento, al margen de si encarna o no la figura presidencial. Pero al tratarse de la jefa de Estado, la humillación trasciende lo personal y se convierte en un agravio nacional: refleja la impunidad normalizada, la erosión del respeto y la degradación del poder.

Pero si el episodio encierra un mensaje más oscuro —si lo que se quiso demostrar es que así como cualquiera puede acercársele para tocarla, también cualquiera podría acercársele para matarla—, entonces el país enfrenta una verdad insoportable: el Estado ha perdido el control de su propia seguridad. Porque si alguien puede romper el cerco presidencial sin esfuerzo, ¿qué garantiza que la delincuencia no pueda hacerlo también? ¿O peor aún, que ese haya sido precisamente el mensaje? Si la jefa de Estado puede ser vulnerada de esa forma, el mensaje es lapidario: en México, ni la presidenta está a salvo.

Y si —como algunos sugieren— todo fue un montaje para distraer la atención del reciente asesinato del presidente municipal Carlos Manzo, la supuesta distracción es igual o más alarmante. Porque no solo implicaría la manipulación de un acto indignante con fines políticos, sino que evidenciaría algo aún más grave: un poder que ya no controla ni su propia seguridad, ni su propia narrativa. Si la máxima autoridad del país necesita fabricar distracciones para contener el descrédito, el daño es irreversible. Y si ni siquiera eso controla, el mensaje es todavía más brutal: ni la presidenta está segura en su propio país.

Sea cual sea la verdad, el saldo es el mismo: la autoridad perdió el control. La imagen de la presidenta vulnerada y humillada en público —sin defensa, sin reacción y sin control— es la metáfora viva de un país desprotegido, expuesto y gobernado por la negación. ¿Cómo puede una mandataria que no controla su propio círculo de seguridad prometerle seguridad a un país entero? ¿Cómo creer en un discurso de control cuando la realidad se impone con semejante crudeza?

No se trata solo de un incidente. Es el síntoma de un Estado que se desmorona en cámara lenta. Porque en México, hasta la figura presidencial puede ser violentada y humillada sin mayor obstáculo. Y cuando eso ocurre ante los ojos de todos, no solo queda expuesta la persona, sino el país entero.

El episodio no es una anécdota: es un espejo. Refleja el fracaso de la seguridad, la desnudez del poder y la ilusión del control. Porque si en este país cualquiera puede acercarse a la presidenta para vulnerarla, también cualquiera podría acercársele para matarla.

Y si eso puede ocurrirle a quien gobierna a todos, ¿qué esperanza nos queda a las demás personas, que caminamos las calles con la fe frágil de llegar con bien a casa?


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