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OPINIÓN
Pablo Andrei Zamudio Díaz

En México, la justicia ha desarrollado una inclinación inquietante por mirar hacia atrás. Se mueve con soltura en los archivos mientras se paraliza frente a los agravios del presente. El tiempo, lejos de ser un instrumento para esclarecer con verdad, se ha convertido en un mecanismo de selección política: lo urgente permanece a la espera, mientras lo remoto —seguro, maleable, desprovisto de riesgos actuales— adquiere de pronto una prioridad que la realidad no justifica. Así, la justicia contemporánea se debilita al mismo ritmo en que la justicia histórica se exhibe como avance institucional.

La reactivación del caso Colosio confirma esta inversión de prioridades. Apenas este 15 de noviembre de 2025, un juez federal dictó auto de formal prisión al ex agente del Cisen Jorge Antonio Sánchez Ortega, aplicando una figura procesal abolida hace años. No es un error técnico:
el Estado está juzgando el pasado con herramientas del pasado, como si ese pasado tuviera todavía algo nuevo que decirnos.

La teoría del “segundo tirador” —narrativa tan maleable como sujeta a los vaivenes políticos de las últimas tres décadas— resurge sin evidencia reciente, sin peritajes nuevos, sin una sola pieza de información que justifique su retorno. Lo que se reabre no es un caso, sino un símbolo.

Porque cuando el sistema carece de justicia presente, el archivo se vuelve tentador. Los expedientes antiguos no interpelan al poder: no exigen responsabilidades actuales, no confrontan intereses vigentes. Son seguros, son manejables, son útiles.
La justicia histórica, por vieja e inocua, opera como un recurso narrativo.

Mientras tanto, la justicia contemporánea se encuentra prácticamente suspendida. Ayotzinapa sigue sin respuesta. Miles de homicidios y desapariciones recientes continúan sin esclarecerse. Y, aun así, se prefiere la apertura de un expediente cuya antigüedad imposibilita cualquier reconstrucción completa de verdad.

La paradoja es profunda:
parece menos riesgoso para el Estado volver sobre los hechos del pasado que resolver los agravios del presente.
Resolver el pasado no cuesta. Resolver el presente exige voluntad.

Bajo esta lógica, la justicia mexicana corre el riesgo de convertirse en un ejercicio de arqueología institucional: diligente con lo remoto, insuficiente con lo inmediato. Por eso no resulta descabellado imaginar —aun desde la ironía más básica— que, si la política lo requiere, pronto aparezcan “nuevos indicios” sobre hechos todavía más lejanos. Tal vez hasta se anuncie, con solemnidad, que por fin hay pistas frescas sobre la emboscada del 20 de julio de 1923, cuando Francisco Villa fue asesinado por varios hombres armados; pistas tan “nuevas” que solo podrían provenir del entusiasmo repentino por investigar a un fantasma… o a un descendiente despistado.
La justicia del archivo avanza; la del país actual retrocede.

Pero quizá el fenómeno más inquietante no es el pasado revivido, sino la alineación perfecta del presente.
Una Fiscalía General “autónoma” reabre el caso.
Un juez federal “autónomo” lo valida.
Dos poderes que, supuestamente independientes, se desplazan en paralelo, en sincronía narrativa, sin la tensión constitucional que debería distinguirlos.

El Estado constitucional se sostiene —o debería sostenerse— sobre la fricción entre poderes, no sobre su coordinación automática. La autonomía solo tiene sentido cuando limita, cuestiona, incomoda. Cuando acompasa, deja de ser autonomía y se convierte en obediencia.

Por eso la pregunta central no puede evadirse:
¿estamos frente a un genuino ejercicio de justicia, o ante una puesta en escena institucional diseñada para simular eficacia donde no la hay?

Lo que está en juego no es un expediente histórico, sino la función real de la justicia en la vida pública mexicana.
Si la justicia se ejerce solo donde ya no estorba, el Estado de derecho deja de ser un principio y se convierte en un discurso.

Y en esa distancia —cada vez más ancha— entre lo que proclamamos y lo que hacemos, se revela nuestra verdadera fragilidad institucional.
El caso Colosio vuelve a los tribunales.
La justicia actual del país, esa que debería protegernos hoy, sigue aguardando su turno.

El caso Colosio vuelve a los tribunales; la justicia actual del país sigue aguardando

Pablo Andrei Zamudio Díaz

En México, la justicia ha desarrollado una inclinación inquietante por mirar hacia atrás. Se mueve con soltura en los archivos mientras se paraliza frente a los agravios del presente. El tiempo, lejos de ser un instrumento para esclarecer con verdad, se ha convertido en un mecanismo de selección política: lo urgente permanece a la espera, mientras lo remoto —seguro, maleable, desprovisto de riesgos actuales— adquiere de pronto una prioridad que la realidad no justifica. Así, la justicia contemporánea se debilita al mismo ritmo en que la justicia histórica se exhibe como avance institucional.

La reactivación del caso Colosio confirma esta inversión de prioridades. Apenas este 15 de noviembre de 2025, un juez federal dictó auto de formal prisión al ex agente del Cisen Jorge Antonio Sánchez Ortega, aplicando una figura procesal abolida hace años. No es un error técnico:
el Estado está juzgando el pasado con herramientas del pasado, como si ese pasado tuviera todavía algo nuevo que decirnos.

La teoría del “segundo tirador” —narrativa tan maleable como sujeta a los vaivenes políticos de las últimas tres décadas— resurge sin evidencia reciente, sin peritajes nuevos, sin una sola pieza de información que justifique su retorno. Lo que se reabre no es un caso, sino un símbolo.

Porque cuando el sistema carece de justicia presente, el archivo se vuelve tentador. Los expedientes antiguos no interpelan al poder: no exigen responsabilidades actuales, no confrontan intereses vigentes. Son seguros, son manejables, son útiles.
La justicia histórica, por vieja e inocua, opera como un recurso narrativo.

Mientras tanto, la justicia contemporánea se encuentra prácticamente suspendida. Ayotzinapa sigue sin respuesta. Miles de homicidios y desapariciones recientes continúan sin esclarecerse. Y, aun así, se prefiere la apertura de un expediente cuya antigüedad imposibilita cualquier reconstrucción completa de verdad.

La paradoja es profunda:
parece menos riesgoso para el Estado volver sobre los hechos del pasado que resolver los agravios del presente.
Resolver el pasado no cuesta. Resolver el presente exige voluntad.

Bajo esta lógica, la justicia mexicana corre el riesgo de convertirse en un ejercicio de arqueología institucional: diligente con lo remoto, insuficiente con lo inmediato. Por eso no resulta descabellado imaginar —aun desde la ironía más básica— que, si la política lo requiere, pronto aparezcan “nuevos indicios” sobre hechos todavía más lejanos. Tal vez hasta se anuncie, con solemnidad, que por fin hay pistas frescas sobre la emboscada del 20 de julio de 1923, cuando Francisco Villa fue asesinado por varios hombres armados; pistas tan “nuevas” que solo podrían provenir del entusiasmo repentino por investigar a un fantasma… o a un descendiente despistado.
La justicia del archivo avanza; la del país actual retrocede.

Pero quizá el fenómeno más inquietante no es el pasado revivido, sino la alineación perfecta del presente.
Una Fiscalía General “autónoma” reabre el caso.
Un juez federal “autónomo” lo valida.
Dos poderes que, supuestamente independientes, se desplazan en paralelo, en sincronía narrativa, sin la tensión constitucional que debería distinguirlos.

El Estado constitucional se sostiene —o debería sostenerse— sobre la fricción entre poderes, no sobre su coordinación automática. La autonomía solo tiene sentido cuando limita, cuestiona, incomoda. Cuando acompasa, deja de ser autonomía y se convierte en obediencia.

Por eso la pregunta central no puede evadirse:
¿estamos frente a un genuino ejercicio de justicia, o ante una puesta en escena institucional diseñada para simular eficacia donde no la hay?

Lo que está en juego no es un expediente histórico, sino la función real de la justicia en la vida pública mexicana.
Si la justicia se ejerce solo donde ya no estorba, el Estado de derecho deja de ser un principio y se convierte en un discurso.

Y en esa distancia —cada vez más ancha— entre lo que proclamamos y lo que hacemos, se revela nuestra verdadera fragilidad institucional.
El caso Colosio vuelve a los tribunales.
La justicia actual del país, esa que debería protegernos hoy, sigue aguardando su turno.


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