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OPINIÓN
Pablo Andrei Zamudio Díaz

Una manifestación es, en esencia, un acto de libertad. No de desafío, no de desorden y mucho menos una provocación. Es el gesto más elemental y directo de la vida democrática: la sociedad hablándole al Estado. Levantar la voz, las manos, los pasos y el cuerpo para visibilizar un desacuerdo es parte de la cultura constitucional, no un error del sistema ni una amenaza para la gobernabilidad.

Y para que no haya confusiones, ahí está el propio parámetro de regularidad constitucional: los artículos 1, 6 y 9 reconocen la libertad de expresión, el derecho de reunión y la obligación del Estado de protegerlos, bajo la premisa de que los derechos humanos deben resguardarse siempre en su máxima expresión. Es un mandato categórico: no reprimir, no intimidar, no obstaculizar. Antes bien, reconocer, respetar y garantizar el ejercicio legítimo de esos derechos constitucionales.

Este sábado, un sector de la sociedad decidió ejercer ese derecho. Lo relevante no es si fueron muchísimas o pocas personas, eso, en realidad, es irrelevante bajo el umbral del ejercicio de los derechos constitucionales. Lo que importa es que la ciudadanía salió a las calles para expresar su descontento y manifestarse sobre las condiciones que percibe atraviesa el país, por esa justicia que se enuncia diariamente en los discursos pero que, para esas personas, no se refleja en la realidad cotidiana. Fue un mensaje democrático, constitucional y plenamente legítimo.

Lo verdaderamente inquietante fue lo que ocurrió en la marcha por parte de la autoridad. No me refiero a la presencia de la gente en las calles —esa es la vida natural de toda democracia— sino a la reacción del Estado frente a un ejercicio constitucional. La autoridad, en lugar de asumir su rol de garante, actuó como si enfrentara una amenaza; como si la protesta fuese un acto hostil y no un derecho reconocido y protegido por la Constitución.

Lo que vimos fue un Estado que confundió ciudadanía con adversarios. Las instituciones policiales y de seguridad pública respondieron con un despliegue que no buscaba garantizar ni proteger derechos, sino contener a la sociedad. El uso desmedido y desproporcionado de la fuerza no fue un accidente ni un exceso aislado: fue una señal preocupante de una comprensión distorsionada del papel constitucional de la autoridad.

Los elementos de seguridad no parecían acompañar la marcha para asegurar su normalidad constitucional; parecían salir a enfrentarse a quienes se manifestaban, como si la protesta hubiese activado un protocolo de defensa frente a un enemigo y no frente a una comunidad de personas ejerciendo derechos.

Esa respuesta revela una inversión profunda del orden democrático. El Estado, que debería escuchar a la sociedad, pareció temerla.
El Estado, que debería proteger a las personas, pareció defenderse de ellas.

Y esa inversión es peligrosa porque altera la naturaleza misma del poder constitucional: el Estado deja de ser garante y se convierte en antagonista; la protesta deja de ser participación y pasa a ser tratada como desobediencia; la ciudadanía deja de ser sujeto de derechos para convertirse en objeto de vigilancia.

Esta distorsión, además, nos obliga a preguntarnos qué tipo de relación concibe el gobierno con la sociedad.

¿En qué momento decidió que garantizar derechos era menos importante que proteger su propio relato político? ¿En qué punto se extravió la idea de que el poder público existe para servir, no para someter?

Una democracia no se mide por la ausencia de protestas, sino por la forma en que el Estado reacciona ante ellas.

Y el sábado, la reacción del Estado no fue la de una democracia madura. Fue la de un poder irritado. Y eso, en un país constitucional, debe encender todas las alarmas.

La manifestación no era el problema. La respuesta estatal sí lo fue y lo sigue siendo.

Una sociedad que marcha está viva, un Estado que responde con fuerza excesiva, no. Y cuando el poder olvida esta diferencia, no solo vulnera derechos: vulnera la confianza pública, erosiona la legitimidad institucional y lastima la esencia misma de la república.


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